martes, 16 de septiembre de 2008

Tercera parte: Amigos






Lo último que me hubiera imaginado el día que tropezamos en la terminal del aeropuerto es que llegaríamos a ser amigos. De hecho, le había contado cosas que ni siquiera mi hermana sabía. Era la libertad de saber que era muy probable que no volviese a verle lo que me hacía hablar sin parar. Estabamos atravesando un curioso y pequeño pueblecito y decidimos parar para almorzar.
- ¿Tienes hambre?
- Mucha – contesté-, pero esto parece un pueblo fantasma.
- Todo el mundo está en el monte, junto a la iglesia –dijo una voz detrás de nosotros.- Hoy es el Día del Campo Santo.
- ¿No hay ningún sitio donde comer algo? –preguntó. – Estamos hambrientos.
- Ya se lo he dicho, en el monte. Hoy todo el mundo está allí. Yo mismo me dirijo allí en este momento, si quieren acompañarme.
No teníamos otro remedio, ya que no había un alma en el pueblo y estabamos deseando comer algo.
Tal y como nos había contado, todo el pueblo parecía estar allí. Junto a la iglesia había montada una enorme carpa blanca bajo la cual estaba la enorme mesa con la comida. Los ojos de Mario apenas si podían creer lo que veían.
- ¡Dios! –exclamó al verla.- ¡Fijate en eso!

Había una enorme mesa con todo tipo de deliciosos platos y mesas más pequeñas donde todo el mundo se detenía a comer y charlar. A unos cincuenta metros había también varias hileras de puestos, una especie de mercadillo con toda clase de artículos: fruta, ropa, zapatos, disfraces, antigüedades, juguetes,… Nos acercamos a dar una vuelta.
- Creí que ya nadie hacía estas cosas.
- Esto es una tradición aquí en Garden Cove. Una vez al año dejamos el pueblo prácticamente desierto y nos subimos al monte para compartir un día de convivencia.
Mario estaba echando una ojeada a los puestos mientras nuestro anfitrión hablaba. Paró en uno de ellos y compró una de esas cámaras desechables.
- ¡Dylan! –me llamó. Cuando me volví a mirar, ya había disparado la foto.
- ¿Qué haces?
- Un pequeño recuerdo de nuestra peregrinación.
- Si vas a hacerme una foto, podrías avisar para que, al menos, no salga con cara de loca, ¿no?
- Eso es imposible – dijo y, a continuación gritó: ¡Fresas!
En menos de cinco segundos había alcanzado el puesto y le pedía al dueño que le dejase probarlas antes de comprar.
- ¡Mira qué tomates! No se encuentran tomates así en Boston, ¿eh?
- Mario, deja de hablar como mi madre, por favor.
- La sangre italiana corre por mis venas y la comida es una parte importante de la cultura italiana, según palabras de mi abuelo Salvatore.
- ¡Vale, macarroni! Dame esa cámara para que inmortalice este momento patriotico-culinario.
- ¿Con los tomates?
- Así no los olvidarás.

Se suponía que solo nos quedaríamos a comer, pero se nos hizo de noche. Hacía una tarde estupenda y habían organizado competiciones deportivas: partidos de fútbol, carreras de sacos… Además estaba el vino. Un delicioso vino del que tome unas cinco copas. Mario debía ir por la octava. Te bebías ese liquidito color rojo y apenas notabas su efecto. Pero, al final de la tarde, los dos estabamos algo mareados. No habíamos perdido el norte, pero…
- ¡Quédense a pasar la noche! – nos ofreció el cura.- Les prepararé una de las habitaciones de la rectoría.
- Tendrán que ser dos –dije yo.
- Dos entonces –me contestó.- Y podremos cenar un poco de salmón al horno cocina por las manos de la señora Weeze.
-¡Oh! No sé si podría comer más –admití.- No me cabrá el vestido de novia.
- ¿Se casan? –preguntó. - ¡Felicidades!
- No, no, no…- negó Mario con la cabeza.- Ella se casa y no es conmigo.
- Mi futuro esposo espera impaciente mi llegada.
- Nos conocimos en el aeropuerto –aclaró Mario.
- Nuestro avión no salió a causa de la niebla y decidimos hacer el viaje por nuestra cuenta.
- ¿Vienen en coche desde Boston? Es un viaje muy largo.
- No lo sabe usted bien –repliqué -, pero ahora ya casi hemos llegado y pasado mañana, si nada lo impide, me convertiré en la esposa de Baxter.
- ¡Sí, el bueno de Baxter! – exclamó.- Gracias a Dios no ha escuchado tu alegato contra el matrimonio.
- He pasado una pequeña crisis –dije, mirando al cura -, pero afortunadamente tuve la paciencia y comprensión de Mario para ayudarme a superarlo.
- Así que se conocieron hace tan sólo una semana…
- Cinco días – puntualizó Mario.
- Nadie lo diría.

El cura nos preparó las habitaciones y nos fuimos a descansar. Estabamos absolutamente hechos polvo. Apenas llevaba un par de horas tumbada cuando alguien llamó a la puerta de mi habitación. Un pensamiento fugaz pasó por mi mente.
-¡Bórralo, bórralo, borralo! – me ordené.
Al abrir la puerta, esa idea desapareció como si nada. El cura estaba frente a mí.
- Sé que es tarde pero he preparado unas infusiones y algo de café descafeinado con pastas, por si le apetece bajar. A su compañero le cuesta trabajo conciliar el sueño.
Cuando bajé al salón, Mario ya estaba allí. Me senté a la mesa y el cura nos dejó solos unos minutos mientras lo preparaba todo.
- ¿Qué tal? – dije. Me sentía avergonzada por varias razones: por el pensamiento de hace treinta segundos, por estar en pijama delante de Mario, por dormir en la casa de un cura…
- He estado pensando… -comenzó.- Espero que no tengas problemas por este pequeño retraso. No teníamos previsto parar durante tanto tiempo.
- No te preocupes. Ha merecido la pena.
- Me he divertido mucho.
- Yo también –aclaré.- Durante todo el viaje, a pesar de las circunstancias.
- Aún no he cumplido mi promesa. Tienes que llegar a tiempo a tu boda.
- Apenas nos quedan unos kilómetros.

Nos levantamos temprano al día siguiente y tomamos un suculento desayuno. Dimos las gracias y nos pusimos en camino. Estuvimos gran parte del recorrido en silencio, como si ya nos lo hubiesemos dicho todo. En unas tres o cuatro horas estaría en casa y podría prepararme para el día más importante de mi vida.
- ¿Podrías quedarte a almorzar? –se me ocurrió de repente.
- No creo que sea buena idea. Además, tengo que llegarme al puerto y hablar con el práctico para averiguar lo de la salida. Si finalmente nos vamos, necesitaré tiempo para revisarlo todo.
- Si no zarpases, tienes una cita a la que acudir.
- No lo he olvidado –dijo.

Y cambiando de tema, me acercó un sobre.- ¡Mira esto!
- ¿Qué es?
- Las fotos del mercado.
Al verlas, no puede evitar reírme. Había sido un día genial. Creo que el mejor de toda nuestra aventura.
- ¿Cuándo las has revelado?
- Esta mañana bien temprano. ¡Elige una!
- Creo que no tengo dudas… Sólo hay dos tuyas y en una no se te ve la cara.
- Sí que se me ve –dije. Cogí la foto y se la enseñé.- ¿La del mercado? ¿Ese es el recuerdo que quieres tener de mí?
- Sí. ¿Y tú?
- Esta – dijo. Y cogió la peor de todas.
- ¡Estoy horrible en esa!
- Y yo estoy rodeado de tomates. Me gusta esa.

Estabamos al final del viaje. Nos dedicamos mutuamente las fotos. Acababamos de abandonar la autopista y entrabamos en la ciudad. En quince minutos, estaba en casa.
- Final del trayecto. Ha sido emocionante, ¿eh?
- Ya lo creo –dije, cuando aparcó frente a la entrada de mi casa. Nos quedamos allí sentados durante un rato.
- Quiero decirte algo.
- No lo hagas. No quiero llorar.
- Ha sido un placer conocerte y compartir estos días contigo. ¡Eres genial! En serio, lo eres.
- Espero verte mañana aquí.
- Sacamos las maletas.

Salimos a recoger las maletas. Abrimos el capó del coche y saqué todas mis cosas.
- ¿Lo tienes todo?
- Creo que sí –dije, mostrándole su foto.
- Espera un segundo…-volvió al coche y cogió algo.- Te olvidabas de Frank.
- ¡Qué cabeza! Espero que tengas buena “singladura”, ¿se dice así?
- Más o menos… Me marcho –dijo, tras darme un abrazo.
- Espera –dije- Tengo algo para ti.

Le dí un paquete pequeñito, casi ridículo, envuelto en papel de regalo. Al abrirlo y descubrir lo que era, sonrió.
- Una pulsera de la amistad.
Me dio las gracias y un beso y se fue. Ví el coche alejarse y sentí una sensación de vacío. Al cabo de treinta segundos, alguién gritó: ¡Dylan! ¡ Mamá, ha llegado Dylan! La sensación desapareció.
- Ya pensabamos que no llegabas –dijo mi hermana mientras me ayudaba a meter las maletas.
- Yo también lo pensé un par de veces.
- ¿Qué te ha pasado?
- ¡Uff! Si yo te contara…

Y entré en casa. Durante el resto del día tuve que dar mil y una explicaciones y se me pasó en un suspiro.
Por otro lado, Mario llegó al puerto y se reencontró con su tripulación.
- ¡Chico! Pensabamos irnos sin ti.
- ¿Zarpamos?
- Aún no está confirmado, pero todo parece indicar que sí.
- ¡Tanto mejor!

Subieron todas sus cosas a bordo y se sentaron a preparar la salida del barco. Mario estaba un poco descolocado.
- ¿Encontraste el libro? –preguntó Andrew, el segundo de a bordo.
- Sí – dijo, sacándolo de la mochila y colocándolo sobre la mesa.
- ¿Y qué tal? – siguió Katy, la madre de Stella.
- Bien. Creo que nos servirá.
Andrew se puso a echar un vistazo al libro mientras los demás charlaban. De repente, de entre las hojas, saltó una foto.
- ¿Quién es esta chica? –preguntó Andrew. Los demás guardaron silencio enseguida, esperando una respuesta.
- Dylan. Compartimos el viaje de vuelta.
- ¡Vaya, vaya! Así que Dylan, ¿eh? Ahora entiendo el retraso.
- No sigas por ahí. No hay nada. Es más, se casa mañana. Podemos continuar, por favor.

Al llegar la noche, mi hermana Carol me ayudaba a deshacer la maleta.
- Cuando terminemos aquí, me ayudarás a probarme el traje, por favor.
- ¿Ahora? –preguntó.
- Sí. Ahora. Necesito verme con el puesto.
- ¿Qué te pasa?
- Nada. No quiero sorpresas mañana.
- ¿Seguro que es sólo eso?
- Sí.

A bordo del Stella Maris, Andrew había ido a buscar a Mario. Sabía que tenía algun problema. Entró en su camarote.
- ¿Me lo cuentas? –dijo.
- Me ha invitado a su boda y creo que no… -se interrumpió.- ¿Es posible echar de menos a alguien que has conocido hace sólo siete días?
- No lo sé. Dímelo tú.
- Sí –dijo en voz muy baja.
- Es guapa –comentó, tratando de quitarle importancia.
- Es más que eso.
- Ya me imagino –se levantó, le dio una palmada en la espalda y se dirigió hacia la puerta – Zarpamos a las nueve, capitán.

Carol me ayudó con el vestido. Me estaba perfecto. Me coloqué delante del espejo. No sólo no había engordado, sino que había perdido algun que otro kilo. Tal vez eso fuese otra de mis señales…Pero entonces volví la vista y ví algo que… Sobre la silla, oculta por una enorme manta, ví asomar la manga de una chaqueta. Su chaqueta. Me acerqué y la cogí.
- ¡Mierda! –exclamé. Me senté de golpe en la cama con la chaqueta entre mis manos.- Esto no tenía que ser así.
- ¿A qué te refieres?
- Nada. Dejalo… Lo mejor es no darle más vueltas. Me olvidaré de esto. Es sólo qué…
- Si vas a llorar, será mejor que te quites el vestido.
Me ayudó a desvestirme. Cuando me puse más cómoda, nos sentamos en la cama y sabía perfectamente lo que se acercaba.
- Estás preocupada por algo y no me lo quieres contar. ¿Ha pasado algo entre vosotros?
- ¿Nosotros? –repetí, pensando que se refería a Mario.
- Baxter y tú… ¿A quién creías que… - de repente, se interrumpió.- ¿Quién es?
- ¿Quién es quién?
- El que te está haciendo dudar tras siete años.
- No me ha hecho dudar. Quería perder ese avión.
- Luego entonces, hay alguién.
- ¡No es por eso por lo que…! –dije- Es cierto que me ha hecho estar más consciente de mis dudas y… ¿Nunca te has preguntado cómo Baxter y yo acabamos juntos?
- Muchas veces – admitió -, pero así es el amor, ¿no?
- Al principio, todo era diferente. Parecíamos querer las mismas cosas, pero ahora… No sé.
- ¿No le quieres?
- Claro que le quiero. Baxter es una buena persona, quizás la mejor que pude encontrar.
- Esa no es una razón para el matrimonio.
- Lo sé.
- Dylan, cariño, tal vez pienses que estoy loca, pero creo que no deberías dar este paso si no estás del todo segura de que es lo que quieres.
- ¿Y si sólo es un capricho, Carol?
- Nunca has sido caprichosa… Cielo, si sólo ver su chaqueta te hace llorar, yo me lo pensaría.
A la mañana siguiente había un sol espléndido. En el puerto, el Stella Maris se preparaba para zarpar. Mario estaba sentado en cubierta, esperando a que terminaran de embarcar el equipo y controlando que llegase entero. Andrew se acercó a él.
- ¡Buenos días, mon capitan! ¿Qué tal has dormido?
- ¿Qué te hace pensar que lo hice? –dijo, echando una mirada-. El cielo está despejado y sin nubes. Parece que hará buen día.
- Perfecto para una boda.
- Andrew, no quiero hablar de eso.
- ¿Por qué no? Sé que no tienes por qué hacerme caso, pero deberías ir a esa boda. Si no la ves casarse, no podrás cerrar capitulo. Cuando ese tipo le ponga el anillo en el dedo, ya no habrá nada que hacer.
- Es que me da miedo estar allí. Tal vez haga una tontería.
- Tal vez. O tal vez seas lo suficientemente adulto para aceptar que ella lo ha elegido a él…En serio, tío, si quieres superar esto, ve a ver cómo la pierdes para siempre.
- No puedes perder lo que nunca has tenido.
- Sabes lo que quiero decir.

En casa todo el mundo estaba muy nervioso. Yo también, pero mis motivos eran diferentes. Antes de echar a rodar una boda, tenía que estar segura de lo que sentía Baxter. Lo llamé por teléfono.
- Cariño, ¿qué tal lo llevas?
- ¿Podemos vernos?
- Nos veremos esta tarde a las seis, ¿recuerdas?
- Hablo en serio. Necesito preguntarte algo.
- ¿Pasa algo?
- Baxter, por favor, quiero verte.
- En el Central en un hora.
Necesitaba hablar con él porque yo lo quería. Era una persona muy importante en mi vida y había sido mi primer amor. Tenía que saber si sería el último.
- ¿Tu me quieres? – le solté tan pronto llegó.
- Cariño, me caso contigo esta tarde. ¿Crees que es necesario que me lo preguntes?
- Ya no es como antes…
- Lo sé. Sé que estos últimos días han sido una locura para ti y yo no he estado muy fino, pero…
- No es por eso. Es que tu y yo somos personas diferentes ahora.
- Y nuestra relación también lo es, pero es normal. Todas las personas cambian, maduran y sus relaciones también lo hacen con ellos.
- Todo eso está muy bien, pero Baxter mi pregunta es: ¿Nos están separando esas diferencias?
- No lo sé, cielo. Yo sé que te quiero y que quiero casarme contigo, si tu aún quieres.
- Si alguna vez dudases, si no estuvieses seguro, me lo dirías, ¿verdad?
- Claro. Aunque tuviera que hacerlo cinco segundos antes del sí quiero.

Quería seguir adelante. Y yo también. Ahora que él parecía tan seguro, dudarlo me pareció una tontería. Mi padre estaba en la cocina, tratando de comer algo. Mi hermana me esperaba para ayudarme a vestirme. Entré en la cocina y todos respiraron aliviados.
-¡Dios Santo! –exclamó mi madre- ¿Sabes qué hora es?
- Las cuatro –contesté.
- No estaba preguntando. ¿Dónde has estado?
- Con Baxter.
- ¡Vas a matarme! –volvió a exclamar.- ¡Esta boda va a acabar conmigo!

Mi padre iba a aprovechar la ocasión para dar un picotazo a la carne, pero mi madre fue más rápida y le dio un manotazo, gritando:
- ¡Tu mantente alejado de todo lo que no sea lechuga hasta después de la boda!
-¡Estoy desfallecido! –se quejó.
- No me importa. Prefiero que te mueras de hambre antes que volver a pasar por lo de la última vez.
- Lo dices como si lo hubiese hecho adrede.
- Se acabó. Tu no probarás bocado hasta después de la boda –sentenció, y a continuación, se giró hacia mí y me ordenó.- Y tú, ¿a qué esperas? ¡Sube a vestirte!

Carol me acompañó. Me estaba peinando y me miraba a través del espejo. Sabía lo que quería preguntarme, pero ignoraba cuánto tardaría en hacerlo. Trataba de no hacerme daño, de no confundirme…
- Sé que no debería hacer esto, pero… ¿Estás segura, Dylan? Anoche parecías muy confundida.
- Lo estaba.
- ¿Significa eso que ahora ya no?
- Significa que, aunque tengo dudas, creo estar preparada para dar este paso.
- Me alegra oír eso.
- Tengo ojeras, ¿verdad? –dije, tratando de cambiar de conversación.
- No te preocupes –me dijo sonriendo.- Tan pronto termine contigo, parecerás otra.
- No me cambies demasiado, no vaya a ser que Baxter no me reconozca.
- A mamá le hubiera dado un ataque si llegas a suspender la boda.
- Prefiero no pensar en ello –dije. Ambas nos reímos ante la ocurrencia.

Me preguntaba, no sin dejar de temblar, si finalmente Mario aparecería. De todas formas, no sería probable. Hacía buen día y la mar estaba en calma.

En el puerto, Andrew terminaba de repasar los víveres y el equipamiento antes de zarpar. Mario, a su lado, no dejaba consultar el reloj.
- ¡Vete ya, ¿quieres?! – le espetó.- Me estás poniendo nervioso.
- No voy a ir.
- ¿Por eso llevas mirando el reloj cada cinco minutos desde que dieron las cuatro?
- No puedo ir.
- ¿Qué te lo impide?
- Soy el capitán. No puedo abandonar el barco.
Aquello sonaba a excusa y él lo sabía perfectamente. Andrew perdió la paciencia.
- ¡Serás gilipollas! Soy capaz de llevar este barco con los ojos cerrados – le gritó-, y tú lo sabes. Te recogeremos en Pensie mañana.
-Pero no hacemos parada en Pensie –dijo, consultando la ruta. Andrew cogió la hoja de ruta y garabateó “Pensie” sobre ella.
- Ahora sí –dijo casi en una mueca nerviosa.- Oportunamente olvidaré echar al correo estos informes y tendremos que hacer una parada no prevista en el puerto más cercano. ¿Adivinas cuál es? –concluyó en tono jocoso.
- ¿Pensie? –dudó Mario.
- ¡Ring, ring, ring! –gritó.- ¡Premio para el caballero!
- ¿Y qué he ganado?
- Un smoking y zapatos a juego.
- ¿Qué hora es?
- Las seis menos veinte.
- Ya no llego –dijo, tratando de volverse atrás.
- Si te das prisa, podrás verla salir del brazo de su nuevo marido.

¡Dios, qué nerviosa estaba! Mi hermana Sabine, la mayor, y sus hijos estaban preparados para salir. Mi madre y mi otra hermana ya iban camino de la iglesia. Carol se había quedado conmigo para cuidar que todo estuviese perfecto en el momento de mi entrada.
- Me faltan los pendientes, Carol –grité, casi histérica.- No puedo casarme sin los pendientes.
- ¿Dónde están?
- No lo sé –seguí gritando.- Mamá me matará si pierdo los pendientes de tía Agatha.
- No se han perdido, Dylan. Deja de alucinar y piensa.
- ¡Me advirtió que tuviese cuidado!

Mi hermana llegó a la conclusión de que yo no estaba para pensar en ese momento, así que empezó a dar vueltas por la habitación intentando averiguar dónde estaban los malditos pendientes. Minutos más tarde, mi padre apareció tras la puerta.
- El coche viene en camino, cariño –informó.- Quince minutos.
- ¡Oh, Dios mío! ¡Estoy muerta!
- ¿Qué pasa? –preguntó mi padre.
- ¡Nada! –le gritamos a coro. Papá desapareció tras la puerta de nuevo. Me entraron ganas de llorar. Ultimamente no hacía otra cosa.
- Cariño, cariño –decía mi hermana, consolandome-, no llores. He encontrado los pendientes. Estaban en tu neceser, junto con esto, pero… Temo preguntar quién es – me dijo con la foto de Mario en la mano.- ¿Es el chico, tu chófer?
Me enseñó la foto que Mario me había dado como recuerdo y su sola visión me hizo sentir una especie de punzada cerca del corazón.
- Sí –contesté.
- No me extraña que te haga dudar. Si soy yo, no se escapa vivo.
- No me ayudas – le recordé.
- Lo siento –se disculpó mientras miraba la foto.- Es mono.
- Le he invitado a la boda.
- ¿Qué? –exclamó- ¡Estás loca! ¿Por qué… ¿Por qué lo has hecho?
- No lo sé… Ni siquiera estoy segura de que vaya a venir.
- Si lo hace –me dijo-, ¿te importa que me lo quede?
-¡No! –grité.- No puedo volverlo a ver.
- ¡Sólo bromeaba, Dylan!
- No es muy normal estar hablando de otro hombre el día de tu boda, ¿verdad?
- No soy una experta –aclaró-, pero creo que no. No tienes por qué seguir adelante.
- Baxter me espera y, por lo que se de Mario, debe estar surcando el Atlántico en estos momentos.

Me lo imaginé a bordo de su barco, trabajando y conmigo lejos de su pensamiento. Mi padre entró en la habitación.
- Chicas, el coche ha llegado.
- Es la hora –dije.
- Aún estás a tiempo –me recordó mi hermana.
- No. Mi tiempo se acabó.

Llegamos a la puerta de la iglesia y lo supe. Ya no había marcha atrás. Avancé por el pasillo, camino del altar, e intentaba no mirar a los lados para que no me entrase el pánico al ver tantas caras desconocidas. Tenía la vista fija en Baxter y me agarraba con fuerza al brazo de mi padre, tan fuerte que el pobre se vió obligado a avisarme.
- Cariño, ¿estás bien? –dijo, entre dientes, sin dejar de sonreír.
- Sí. ¿Por qué?
- Porque ya no siento el brazo.
Cuando llegamos al altar, suspiró aliviado. Como un preso al que liberan tras una larga condena.
- Si no puedes -me dijo en un susurro al besarme -, no pasa nada, cariño.
- Díselo a mamá –dije mirando como mi madre lloraba y reía a la vez.

La ceremonia comenzó. En el puerto, el Stella Maris estaba a punto de soltar amarras, rumbo a tierras lejanas.
Todo hubiese terminado aquí…. Si no fuese porque, llegado el momento crucial de la celebración, alguien dijo no. Y contra todo pronóstico, no fui yo.
- No puedo hacerlo –me dijo Baxter en voz baja, tras su primer no a la pregunta del cura.- ¿Podemos hablar un segundito a solas?

Nos apartamos ante la atónita mirada de la concurrencia.
- No puedo hacerlo –me repitió.- Sé que dije que quería, pero… Después de que hablaramos, empecé a darle vueltas y me dí cuenta de que me estaba engañando. Te quiero, Dylan, y te querré siempre, pero…-dijo, haciendo una pausa un tanto dramática- No estoy enamorado de ti. Ya no.

Respiré aliviada. Durante cinco segundos sentí unas ganas terribles de llorar porque sabía que algo muy importante en mi vida llegaba a su fin, pero… Enseguida me dí cuenta de que era lo que ambos queríamos y que todo estaba mejor así.
- ¿Estás bien? –me preguntó, preocupado por el impacto que su declaración, repentina y a destiempo, pudiese causar.
- ¿Por qué no me lo dijiste antes?
- No sé. Supongo que es esta maldita manía de hacer siempre lo adecuado. Me dí cuenta de que, si de verdad te quería, tenía que decírtelo. No podía estropear nuestras vidas para siempre y que, tras unos años de matrimonio, todo acabara y tu me odiases. No soportaría que me odiases.
- Yo tampoco –admití.- Por eso quise llegar hasta el final.
Me cogió la mano y la besó.
-Supongo que debería devolverte esto –dije, tratando de quitarme el anillo de pedida.
- No –me detuvó.- Quédatelo. Como recuerdo de todos estos años.
- ¿Qué hacemos? –pregunté.
- Mi madre no se va a recuperar de ésta.

Salimos de nuestro escondite y anunciamos que ya no había boda, pero que todavía teníamos algo que celebrar… Mi madre cayó redonda. Le pedí a mi hermana que me diese el regalo sorpresa que había preparado para Baxter y se lo dí.
- ¿Dos pasajes a la India? –dijo, al abrirlo.
- Como tu novela favorita de Kipling. Era nuestra luna de miel.
- Dijiste que nos íbamos a Hawaii.
- Mentí. Seguro que tu hermano Archie te acompañará encantado.
- Gracias.

Mi hermana se acercó a mí y me tomó del brazo. Me miró sonriendo y dijo:
- ¿Qué hacemos con esto? –se refería a la foto de Mario.
- Ya habrá zarpado.
- ¿Qué pierdes con probar?
- Pensará que estoy loca.
- Tal vez.
- ¿Qué voy a decir?
- Piénsalo en el camino –dijo, mientras nos dirigiamos hacia la puerta.- Hay un taxi esperando.
- ¡Esto es una locura! ¡Ni siquiera sé lo qué siente!
- Por eso tienes que preguntárselo antes de que se marche.

Salímos corriendo y me ayudó a meterme con el vestido en el coche. La cara del taxista lo decía todo.
- Al puerto –ordené.
- ¿Cree que llegará a tiempo?
- Voy vestida de novia, lo sé… Así que ahorremos tiempo. Le daré una propina de veinte dólares si me lleva al puerto lo más rápido posible y se ahorra los chistes y comentarios.

Creo que entendió perfectamente lo que quería, porque apenas diez minutos más tarde entraba en el muelle. La cara del guardia fue muy significativa, también.
- ¿Stella Maris? –pregunté.
- Muelle 12, pero… acaba de zarpar.
Esto último no lo oí. Salí corriendo ante la atónita mirada del guardia que avisaba a su compañero que una loca vestida de novia se acercaba al muelle doce.
- ¿Has bebido? –le preguntó su compañero.
- No. Chica vestida de novia. Muelle 12. Stella Maris. Échale un vistazo, no vaya a ser que se lance al mar.

Me vió llegar corriendo y supo que su compañero no alucinaba. Consideré la idea y arrojarme y alcanzar a nado el barco, pero el vestido no era el más adecuado.
-¡No! ¡No! –grité con frustración un millón de veces.- ¡Mierda! ¡Joder!
Me acerqué más al borde y el guardia debió pensar que iba a tirarme porque corrió a sujetarme.
- ¡Vuelve aquí! ¡Maldita sea! –seguí gritando, sin saber si quiera quien me agarraba. El guarda me alejó del borde y tuve que prometerle que no iba a suicidarme para que aceptara soltarme. Sin embargo, volví a salir corriendo y me acerqué al filo gritando Mario sin descansar hasta que la garganta se me secó. No me importaba saber que ya no podía escucharme.
- ¡Cálmese, señorita! El barco ya ha zarpado.
- Mario –dije por última vez antes de perder la voz por el llanto.
- ¿Dylan? – contestó una voz tras de mí.
- ¿Conoce a esta señorita? –dijo, al tiempo que nos dabamos la vuelta.
- Soy Mario –dijo.
- No sabe cómo me alegro de conocerle –me acercó hasta él.- ¡Toda suya!

Se marchó. El guarda desapareció, entendiendo que allí ya estaba de más. Lo miré durante unos segundos para asegurarme de que era él. Iba vestido de smoking y llevaba la pajarita sin anudar sobre el cuello.
- ¿Qué haces aquí? –me preguntó un tanto afectado.
- ¡No te has ido! – fue lo único que acerté a decir antes de empezar a llorar.
- ¿Qué estás haciendo aquí? –volvió a preguntar.
- No lo sé. Tu barco se ha ido –informé, como si creyese que él no se había dado cuenta.
- Me recogen en el puerto de Pensie en unas horas. Tenía que saber si finalmente lo harías… antes de intentar olvidarme de tí –dijo con la voz un tanto afectada al terminar la frase.
- Puede que no tengas que hacerlo… -dije.- Yo no…
- ¡SSSh! – dijo impidiéndome hablar.- No podemos perder el tiempo. Me voy a Pensie mañana.

Fue justo como yo había pensado que sería. Ahora que lo había encontrado no iba a dejarlo escapar.
- Me voy a Pensie contigo.
_ ¿Ahora? –dijo mirándome de arriba abajo- ¡Vas vestida de novia!
- ¡Y tu llevas smoking! –exclamé.- ¿O es que no quieres que vaya?
- Ni siquiera sabes a dónde nos dirijimos.
- ¿Estarás tú? –pregunté, resultando obvia la respuesta.
- Claro.
- Con eso me basta. Yo no necesito nada más. Además, puedo limpiar o ayudar en la cocina… Tú no lo sabes , pero soy una excelente cocinera…No me importa lo que tenga que hacer, pero no quiero separarme de ti –concluí.
- ¡Nos vamos a Pensie!

Alquilamos un coche, otra vez. Y nos pusimos en la carretera, otra vez… Imagínense la escena: una novia y una especie de pingüino metidos en un mini, el único coche disponible y el más caro… Teníamos que llegar a Pensie a primera hora de la mañana. Me dejó el móvil para llamar a mi familia. Habla con Carol.
- Me voy con él, Carol.
- ¿Bromeas? –dijo mi hermana.- ¿Sin pasar por casa?
- No hay tiempo. Tenemos que estar en Pensie antes de las ocho.
- ¿Vestida de novia? –exclamó tan fuerte que Mario rió al escucharla - ¿A dónde vais?
- Australia – contestó Mario sin necesidad de que yo le preguntase.
- ¿En serio? –dije yo, sabiendo que de verdad no tenía ni idea de dónde ibamos.
- Ya lo creo.
-¡Australia! –exclamé, dejando escapar una risa nerviosa.
- Antes pararemos a comprarte algo de ropa. No puedes estar todo el tiempo así en el barco. Asustarás a los delfínes.
- ¡Esa es una buena idea! –confirmó mi hermana.- Pásamelo.
- Quiere que te pongas.

Paró el coche y se puso al telefono. Durante un minuto tení que Carol le cantase las cuarenta, como hizo con Baxter años atrás. Sólo dijo un par de cosas.
- Cuída de mi hermana. Es una buena chica –dijo. – Y no tardes mucho en venir por aquí.
Llegamos a Pensie a las seis y media y nos sentamos a desayunar en un bar del puerto, esperando la llegada del Stella Maris. Seguía provocando la misma reacción en todo el personal (y eso que ya no llevaba el velo) . Pero eso no fue nada comparado con la cara de los compañeros de Mario.
-¡Vaya, vaya! –exclamó Andrew.- Creo que tendremos que volver a repasar el concepto de “cerrar capítulo”. No sé si lo entendiste bien.
- ¿Hay sitio a bordo para una más? –preguntó Mario.
- Tú eres el capitán –dijo, tendiendo la mano para ayudarme a subir- Señorita, Andrew Coggins, segundo de a bordo a su servicio. Bienvenida al Stella Maris.
- Creo que tendremos que renovar tu vestuario –anunció Alexandra Powell, la bióloga y madre de la pequeña Stella.- Ven, tengo algunas cosas que pueden servirte.
Yo seguí a Alexandra y Mario se quedó charlando en cubierta con Andrew.
- No puedo creer que lo hicieras –dijo éste sin ocultar la sorpresa en su voz.
- Yo no hice nada –informó.- Ni siquiera llegué a salir del puerto. Tuve miedo.
- ¿Entonces?
- Vino a buscarme al muelle poco después de que el barco zarpara. La encontré allí mientras gritaba mi nombre y maldecía al guardia naval que la retenía.
- ¿Quién lo diría? ¡Con esa cara y ese carácter!
- La quiero. Hemos pasado siete días juntos y me han bastado para volverme loco por ella.
- Ya lo veo. Nunca antes habías traido a tus chicas a bordo.
- Ella es La chica.

Con ropa más cómoda, una tarea que realizar y una “nueva familia”, pusimos finalmente rumbo a Australia. Aprendí muchas cosas durante aquel viaje, que fue el primero de muchos, y conseguí un bronceado perfecto.
Tres meses después volvía a casa completamente transformada y convertida en la Señora 9F, la esposa de Mario Bertinelli. Mi madre nunca me perdonará que me casara sin permitirle organizar el gran evento del siglo, pero despues de experimentarlo una vez, me prometí a mí misma no volverlo a repetir.
La única persona que asisitió a mi enlace, vía telefonica, fue Carol. Y lloró sin parar al escuchar la voz de Frank Sinatra entonando “I’ve got you under my skin”.

2 comentarios:

NuriaR84 dijo...

¡Me ha gustado la historia! Menuda diferencia, jaja, ¡con uno está siete años y no se casa y con el otro en tres meses ya se ha casado! Lo que me ha sorprendido es que fuera Baxter quien dijera que no se quería casar. ¡Muchas gracias por escribirla guapa!
Besos, Nuria.

saymi dijo...

Ay Lauri!!!!! Que historia tan bonita!!!!! Me ha encantado!!!! Ya pensaba que se casaba con Baxter; y al final con la carrera hacia el puerto y los gritos de Mario, Mario, me he emocionado. Que bien escribes, mecachis la mar.......
Muchas gracias por querer compartir la historia conmigo. Un besazo, Sandra.